martes, 10 de febrero de 2009

La vida en un helado de turron.


Cuando su marido le preguntó, a las puertas del quirófano, si tenía miedo, Mercedes dijo que no. Y no lo hizo para dar fuerzas a su familia, o para ocultar su desasosiego. Simplemente, no temía a la muerte. «Estaba tan mal, había sufrido tanto, que sólo quería entrar y que todo aquello terminase». Se la jugaba a una sola carta, y ganó la vida. Fue un combate duro, una experiencia llena de desgarros. Pero Mercedes no quiere ser protagonista de un reportaje lacrimógeno. Lo deja bien claro nada más recibir al periodista en un conocido restaurante de Murcia, al que ha acudido fiel a su cita semanal con un grupo de amigas.
Llega discretamente arreglada, con el esmero de quien ha aprendido a valorar hasta el último detalle de lo cotidiano. Sonríe, pide un bitter kas y comienza un relato sereno y luminoso.
A Mercedes Pérez García le diagnosticaron una cirrosis hace 22 años. Era un proceso que, inevitablemente, destrozaría su hígado. Ella lo sabía, pero no se arredró. Siguió con su vida. «Me agotaba antes, me cansaba pronto, pero no le daba realmente importancia». Un día, el médico le dijo que había llegado el momento del trasplante. Era su única alternativa. La enfermedad había apretado el acelerador, y Mercedes, una ama de casa de Abarán que siempre ha estado llena de vitalidad, ya no podía con su alma.
Pero el hígado deseado no llegaba, y sus cinco hijos decidieron comprobar si sus órganos eran compatibles con su madre, si podían donarle un trozo de su cuerpo. El resultado de las pruebas del más pequeño de los hermanos fue positivo. «Yo le dije que no. Me opuse rotundamente porque sabía que a mi hijo le podía pasar algo en la operación. Él me respondió que sin mí no era nadie, que quería hacerlo». Finalmente, la intervención no se llevó a cabo. «Estaba tan deteriorada que sólo con medio hígado no era suficiente». Entre todas estas dudas, apareció por fin un donante fallecido. «Fue una chica; tuvo un accidente». Aquella persona salvó la vida de Mercedes cuando ésta se acercaba al último minuto. Tenía entonces 51 años, y cuando salió del hospital, tras cuatro meses de dura recuperación, estaba decidida a saborear esta nueva oportunidad. «Recuerdo que no fui directamente a casa; le pedí a mi marido que nos diésemos una vuelta por la huerta. En coche, naturalmente, porque no tenía fuerzas para andar. Mi marido me compró un barquillo de turrón. Cuando nos vimos los dos sentados con aquel pequeño capricho delante, nos echamos a llorar».
Mercedes desgrana sus recuerdos, y estos van cayendo lentamente como un bálsamo hasta que la tranquilidad se ve rota por la alegre interrupción de sus amigas. El salón se ve envuelto por una cascada de risas y bromas que contagian incluso a los comensales de otras mesas. No hay tiempo para la melancolía. La comida está esperando.